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Élle tenía sólo cinco años la primera vez que puso en crisis su identidad de género. Estaba en los baños del colegio subide a un taburete para poder llegar a lavarse las manos. Cuando de repente, un niño un año mayor que élle, con una inocencia aplastante, le preguntó: “¿quieres ser un niño?”

En ese momento élle no sabía que esa pregunta le acompañaría a lo largo de su vida. Una pregunta que le haría todo su entorno en muchas ocasiones, pero que también se la haría élle misme, generándole dudas, miedos, complejos, rabia, pero sobretodo, mucha impotencia e incertidumbre.

Pese a estar subide en un taburete, élle se sintió el ser más pequeño del lugar. Solo pudo contestarle que creía que no, pues esa era la verdad. Pero su cabecita empezó a auto analizarse centímetro a centímetro, y aún su corta edad, puede recordar con lujo de detalles su apariencia física de ese día.

Llevaba una camiseta naranja de la marca Nike, con el logo de color verde militar y algunos detalles más de este mismo color. La camiseta era de su hermano mayor, y la llevaba ya que a él se le había quedado pequeña. Vestía los pantalones cortos del chándal del colegio, eran azules y le llegaban a la altura de las rodillas. Dejaban entrever las raspaduras que siempre llevaba en ellas por estar jugando a fútbol todo el día. También llevaba unas zapatillas blancas de Velcro, un poco rotas y seguramente manchadas por el aceite de la cadena de la bicicleta. Y tenía el pelo atado con una coleta baja, con el flequillo que tanto le caracterizaba.

Élle se cuestionó si, la ropa que llevaba ese día, no era lo suficientemente femenina, si la camiseta de su hermano confundió a ese niño. O si fue todo el conjunto, sumándole su personalidad y sus gustos, que siempre eran más parecidos a los de los niños que a los de las niñas. En ese instante, se dió cuenta de que no encajaba en lo que supuestamente tenía que ser una niña, pero tampoco en lo que tenía que ser un niño. Se sentía desorientade, perdide.

Aún así, y pese a la incomodidad del momento, élle se olvidó de todo eso y siguió a su rollo, pues no hacía daño a nadie siendo así.

Volvió a vivir situaciones similares, donde su identidad de género se vió cuestionada, cuando tanto mayores como niños les costó ubicarle dentro de la binariedad de lo masculino y lo femenino.

Pero no fue hasta que terminó la primaria y fue al instituto, cuando la cosa se empezó a poner fea dentro de su cabeza. Ese lugar se regía por el género. Por un lado estaban los chicos, que se dividían en dos grupos: los populares y los otros. Y por otro lado, estaban las chicas que se dividían en la élite y las demás. La élite decidía quién valía y quién no, eran todas guapísimas, súper femeninas, súper delgadas, de buenas familias etc; y el resto de grupitos de chicas, iban de más aceptadas por la élite, a menos aceptadas.

Élle creyó ser liste, y se transformó en todo lo que era válido para la élite, vistiendo ropa femenina, llevando el pelo liso y bien peinado todos los días, participando en sus chismes y bulos, incluso de vez en cuando se maquillaba.

Evidentemente, élle no lo veía como fingir, sino como adaptación y como lo que le tocaba hacer.

La élite se comió con patatas su transformación y le aceptaron como una más del grupo. Todo iba bien, estaba a salvo, no se metía con nadie y nadie se metía con élle, pero algo se rompió dentro suyo, cuando paradójicamente, en el autobús regresando del instituto, el mismo chico que con cinco años le preguntó si quería ser un niño, le dijo con la misma inocencia que la primera vez: “Es extraño, no pareces la misma persona en el instituto que en el pueblo... Me gustas más y me caes mejor en el pueblo.”

Se sentía que llevaba una doble vida, como Hannah Montana, cuando estaba en su casa o en su pueblo vestía y era de una forma, pero cuando se levantaba por la mañana e iba al instituto empezaba el show, ese personaje se apoderaba de su cuerpo. Ya no sabía distinguir su esencia de todo lo que había incorporado para pasar desapercibide.

Como primera medida, decidió salirse de la élite, sabiendo que si no estaba con ellas, estaría contra ellas, o más bien, ellas estarían contra élle. Efectivamente así fue: No solo estaba en guerra en su interior, sino que cada día en el instituto tenía que soportar miradas, insultos, bulos e, incluso, agresiones físicas. Le hacían el vacío hasta volverse invisible.

Un día sin ningún motivo estaba subiendo las escaleras y un par de chicas de la élite se pusieron a su lado a hablarle. Incluso se sintió halagade por ellas, le estaban haciendo caso, no era del todo invisible al fin y al cabo. Todo sucedió muy rápido, notó que alguien le hizo la zancadilla, cayó por las escaleras, escuchó risas y un: “A ver si así aprendes a ser normal”. Mientras esta frase resonaba en su cabeza una y otra vez sintió un fuerte dolor en su mano, se rompió varios huesos de ella.

Élle dijo que se había tropezado accidentalmente, no quería que las cosas fueran a peor con la élite, pero en el fondo, avergonzade, sintió que eso le pasaba porque no supo aprender a ser normal.

Pero... ¿Qué es ser normal?

Eso me pregunto yo, qué se espera de una persona dependiendo de lo que tiene entre las piernas? Porqué se nos pone tanta presión para encajar en estas construcciones en las que nadie encaja? Porqué esta sensación de estar perdide en el mundo de la identidad de género?

Vivimos arrastrando una mochila con todas las imposiciones, con todas las experiencias, con nuestros traumas y nuestros miedos. Y esta, determina nuestra forma de movernos, nuestra forma de ser, de existir y de estar en este mundo. Esta carga nos impide conocer nuestra esencia real, nos condiciona, nos define y simplifica la complejidad de quien realmente somos. Nubla la vista de quien la lleva y de quien nos rodea, imposibilitando mostrarnos libremente.

Cuando llevas tanto tiempo con esta carga, te deforma por su peso y ya no eres capaz de distinguir tu verdadera forma. Es en ese preciso momento cuando aprietas el freno, paras. Todo se detiene menos tu mente, que empieza a revisar cada detalle de tu ser y trata de redefinirlo. Es un proceso tan doloroso como sanador y una vez empieza ya nunca termina.

Recuerdo cuando llegó a mi vida el concepto de la no-binariedad, llevaba dos meses encerrade en casa por la pandemia. Ya conocía un poco el tema pero no en profundidad. Estuve tres días y dos noches devorando todo lo que encontraba en internet, mientras lo hacía me recorrían todo tipo de sentimientos, sensaciones y pensamientos, des de los más buenos hasta los más malos. Sentí miedo a si realmente yo era no-binarie y todo lo que eso comportaría, pero a la vez una profunda calma cuando por primera vez en mi vida me sentía representade por algo. Por primera vez había una cajita en la que de verdad podría encajar.

Sé que soy no-binarie porque no me identifico ni con lo masculino ni con lo femenino, de hecho ambos en exceso me generan rechazo. Pero igualmente sigo teniendo conflicto con la definición de mi identidad de género. La no-binariedad es algo tan amplio que me genera la sensación de que estoy perdide en un limbo. Me asaltan preguntas todo el rato, y es extraño porque al menos ahora no soy capaz de darles respuesta. ¿Debería cambiarme el nombre? ¿Me siento cómode con los pronombres femeninos por costumbre o de verdad? ¿Y con mi cuerpo?

A veces me pregunto porqué no puedo ser yo y ya está. Realmente es tan necesario encontrar una palabra que te defina?

Me gustaría ser como Vesper H, que creó el género Maverique para definirse a sí misme.

O igual me gustaría más no tener que definirme de ninguna manera.

Ser solamente yo.

Élle perdide en el limbo de la no-binariedad